sábado, 2 de septiembre de 2023

DE LA IMPERFECCIÓN Y LA VIRTUD SOCIAL

              EL QUE NO VE

Vivo en una sociedad donde se tiende a la perfección en todas sus formas. Los deformes, tullidos, malformados, deficientes,…, no tienen cabida. Los expertos han establecido que el cuerpo debe medir siete veces la cabeza. Así, el ideal de hombre es alto y musculoso. Atlético, de piernas largas y con mucho cabello. Debe tener ojos amplios y una nariz y mandíbula poderosas, junto a una boca pequeña.
La mujer, por el contrario, tiene que tener miembros pequeños y ser delgada, pero con anchas caderas y muslos generosos. Mejillas y mentón ovalados, con senos pequeños y bien torneados. Las grasas y los pechos voluminosos están mal vistos.
Vivo en Grecia y desciendo de esclavos prisioneros de guerra. Son los encargados de las tareas domésticas para exonerar a los ciudadanos libres de los trabajos cotidianos. Así pueden dedicarse a la meditación y a la creación intelectual.
El nacimiento de un hijo siempre es una buenaventura para la familia. Pero mi alumbramiento traía consigo el castigo de los dioses. Me pusieron por nombre “El que no ve” y me escondieron de los ojos curiosos que querían conocerme, porque nací sin futuro y sin esperanza.
Al poco, llegó a casa de mis padres un heraldo. Era portador de la noticia que llevaban esperando pero que no querían ejecutar hasta que no hubiera más remedio. Se les conminaba a presentar a su hijo, o sea, a mí, ante el consejo de ancianos. Era el encargado de revisar a los recién nacidos, que no tuvieran tara alguna, porque la imperfección no tiene cabida en la cuna de la perfección y del número áureo.
Mi destino, como es lógico deducir, era el de ser pasto de los animales del bosque o de los monstruos marinos, al igual que el resto de tarados, defectuosos y discapacitados. Acababan de crear vida y acto seguido se enfrentaban a la muerte. Tremenda contradicción.
Se negaban a desprenderse de mí de aquella manera tan miserable. Con lágrimas en los ojos decidieron que querían conservarme. Acordaron que en lugar de presentarme, me buscarían un sustituto. Su mayor preocupación en los días siguientes fue encontrar un bebé que ocupara mi lugar ante el consejo. Nadie quería prestarse a semejante juego, y menos con una familia de esclavos, pues lo consideraban un engaño a la sociedad.
Buscaron y buscaron. Recorrieron los barrios extramuros, pero en vano. A medida que pasaban los días las posibilidades se reducían y los poblados a los que recurrir disminuían. Como último recurso, mi padre tomó un puñado de dracmas que había conseguido como esclavo artesano y se los ofreció a una familia con un bebé que apenas llegaba al mes de vida. Un varón robusto, de abundantes y sonrosadas carnes, de mirada despierta y manos juguetonas, de pequeñas y torneadas piernas.
Se mostraron reticentes al trueque. No alcanzaban a comprender que pudieran ganar aquella cantidad de dinero solamente por dejar su bebé a un desconocido durante una mañana.
Para que no hubiera ningún contratiempo convinieron que la madre del impostor fuera quien acompañara a mi padre y se hiciera pasar por su esposa. De esta manera, el niño no extrañaría al encontrarse entre desconocidos y si lloraba sería consolado sin dilación.
El dinero les sería entregado una vez consumado el engaño y siempre que el consejo diera el visto bueno. Ya tenía un doble. Me había convertido en un ser distinto con muchas posibilidades de sobrevivir a pesar de mi defecto, la ceguera. Ya no era un discapacitado.
Pero mi destino era la oscuridad, no solamente por mi invidencia, sino porque a los ojos de los demás no existía, al menos hasta que tuviera cierta edad.
El matrimonio de conveniencia, con el niño en brazos, se colocó en la fila que se aproximaba al monte Pyrgos. Era la revisión de los recién nacidos. Los ancianos, en la plaza, tomaban a los pequeños en sus manos y los examinaban con detenimiento, prestando especial atención a los varones. Si en alguno de ellos detectaban la menor discapacidad era inmediatamente desechado, como ocurrió con un par de ellos.
Las recomendaciones para ejecutar el infanticidio, en ambos casos, fue idéntica:
¬ Os aconsejamos que os deshagáis de vuestro hijo. Ha sido castigado por los dioses con una cabeza que excede de lo normal. Lo más lógico es que lo depositéis, como viene siendo costumbre, en una vasija y lo abandonéis en el monte o bien lo arrojéis al mar desde el acantilado. En caso de que no reunáis las fuerzas suficientes para llevar a cabo este cometido, debéis dejar que seamos nosotros quienes nos encarguemos de todo.
La fila fue reduciéndose hasta que me tocó el turno, bueno, el de mi doble yo. Mi falsa madre no levantaba la cabeza del suelo, mientras que mi padre adelantó la barbilla en una actitud desafiante como si perteneciera a la categoría de ciudadanos libres. Una vez que fui examinado y devuelto al regazo materno también hubo recomendaciones para mí:
¬ Sabed que vuestro hijo, a pesar de ser varón y estar sano, no podrá entrar a formar parte de nuestro ejército, debido a que vosotros no sois ciudadanos. Las normas exigen que los descendientes de esclavos no sean admitidos como soldados dado que vuestro valor no está lo suficientemente contrastado.
Mi madre adoptiva se llevó a mi hermano de destino y se quedó con el dinero de la recompensa. Nunca volveríamos a ver ni a saber nada de aquella familia.
Mi padre desanduvo el camino hasta nuestra casa, el humilde hogar de un esclavo libre dedicado a la artesanía. Halló a mi madre cantándome una nana mientras hacía esfuerzos para que no se le escaparan las lágrimas observando mi ceguera. Las muestras de amor entre el matrimonio no eran frecuentes, pero nos abrazó y besó a ambos. Todo había salido bien.
Mi infancia estuvo encaminada a que pudiera valerme por mí mismo. Y mi madre jugó un papel importante. Era un niño débil, sí, pero con una mente despierta, que aprendía rápidamente.
Dicen que podía repetir, sin equivocarme, historias de mundos fantásticos e imaginarios que mi madre me contaba, de tiempos en los que sus antepasados vivían como hombres libres, lejos, muy lejos de aquella pequeña isla de Íos, donde fueron traídos como esclavos. Recuerdan que mi imaginación desbordante era capaz de añadir a la propia historia retazos fantásticos donde los dioses y los héroes se fundían en perfecta comunión y en batallas difíciles de reproducir.
Cuando cumplí siete años, tuve la primera experiencia con alguien que no era del entorno familiar o vecinal. Fue el maestro encargado de educar a los niños. Cuando me vio aparecer de la mano de mi madre y observó mi ceguera me rechazó inmediatamente, alegando “¿qué puede aprender un niño débil y ciego, hijo de esclavos?”.
Mi madre agachó la cabeza, me tomó de la mano y me devolvió a la oscuridad de la vida rutinaria. Antes, por el camino, me hizo una promesa: “Yo haré de ti un hombre de provecho”. ¿Qué podía enseñarme aquella mujer analfabeta cuya cultura se reducía a las tareas domésticas y a tejer lana para fabricar prendas de vestido?
A partir de ese momento, cada día, mientras trajinaba por la casa, comenzó a narrarme historias fabulosas que yo iba reteniendo en mi virgen memoria. Y así un día y otro y un año más, añadiendo sabiduría popular a la mente infantil. Siendo la música una enseñanza indispensable, mi padre, artesano como era, ideó y me construyó un phorminx, una especie de lira de cuatro cuerdas, con la cual me fui familiarizando, pues el agradable sonido, para un ciego, era el alivio del alma.
Al poco tiempo podía recitar todas aquellas fábulas acompañado de mi instrumento de música. Pasados los años, a la puerta de la humilde casa familiar tuve la osadía de narrar a unos pocos aquellas historias de seres fantásticos y de héroes a medio camino entre los dioses y los mortales. Me había convertido en un aedo, en un ciego que recitaba lo que antes nadie había cantado. El éxito fueron los aplausos de quienes me escucharon
Salí de mi pueblo para dar a conocer la tradición oral que mi madre me había transmitido. Sentía la necesidad de que otros conocieran aquellos bellos hechos, por lo que no me quedó más remedio que ayudarme de un lazarillo, un joven avispado que, al contrario que yo –analfabeto-, sabía plasmar sobre el papiro lo que le dictaba. Con ritmo musical, para que en todo momento resultara sonoro, los versos se iban ajustando a la melodía para conformar un cuerpo perfecto, lo que demandaba la sociedad de aquellos años, la perfección.
Así es como nacieron mis dos obras más conocidas, La Ilíada y La Odisea.
Mi nombre, tal y como indica mi ceguera, es Ho Me Horón, el que no ve, aunque en griego se me conoce como Hómeros y he pasado a la posteridad como Homero.

2 comentarios:

  1. Lindísimo relato, me has emocionado.
    Tiene el tono justo.

    Un abrazo

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  2. Solo pretendía divulgar algo que muchos no saben, que Homero era ciego de nacimiento y que ha resultado ser el mejor vidente de la historia de la humanidad

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